La obra escrita y dirigida por Natalia Villamil está protagonizada por Matilde Campilongo, Yanina Gruden, Liliana Weimer, Aldana Illán, Sergio Mayorquín y Juan Tupac Soler y se presenta en el Cervantes de jueves a domingos.
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Liliana Weimer y Yanina Gruden son dos de las tres hermanas.
Las coronas de flores que yacen en el patio de la casa para despedir los restos de un familiar son apenas una metáfora de aquellos muertos en vida que deambulan cargando el peso de existencias desamparadas. Tres hermanas que no son las de Chéjov pero cuánto se le parecen. Madres terribles lamiendo heridas que las detuvieron en un momento de sus vidas, acaso el más feliz o el más traumático. Y tres hijos cuyos destinos están irremediablemente torcidos por sus madres, alguna asfixiante, otra desafectivizada, la tercera un torbellino de confusión. Esta última evoca el mismo hecho cada año y dice querer mejorar ella y así el relato, aunque esté cada vez más lejos de lograrlo.
En “Las tres hermanas” de Chéjov ha transcurrido un año desde la muerte del padre y, tras el duelo, las hermanas confían en una nueva vida allí donde tuvieron su infancia. Aquí no ha pasado un día de la muerte del hermano de ellas, una silla que parece aún caliente y una presencia que no quiere irse de esa casa en San Telmo, a la que nadie visitaba hace años. De hecho esas hermanas y sus hijos no se veían desde hace tiempo.
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Las tres hermanas chejovianas están hastiadas de su presente, al igual que estas. Al final, se conforman con su destino, signado por el desamparo: la mayor quedó detenida en el abandono de su esposo y ya no es capaz de valerse por sí misma, su hija se dice condenada a cuidarla en una rutina monótona y abrumadora, intentando evadirse con raptos de regreso a la niñez. La del medio intenta seguir adelante entre mandatos y se lleva puestos a todos, comenzando por su hijo, tan invisible que ni siquiera los demás lo ven. Y la menor viajó a Barcelona para olvidar el episodio más traumático de su vida, que intenta anestesiar con rayas de cocaína. La relación con su hijo es enfermiza y lo condena al abismo. La tríada asfixia y al espectador lo desvela el interrogante de cómo habrá sido la madre que las parió.
Hay un homenaje a Pedro Almodóvar con la lectura de una pasaje de “Todo sobre mi madre”, que es además tomado por Natalia Villamil para replicar aquí la historia de Manuela, quien viaja a Barcelona en busca del padre de su hijo, Lola, una mujer transgénero.
La escritura de Natalia Villamil regala imágenes potentes, perturbadoras, ensangrentadas, pero también luminosas y se agradecen algunos momentos de mucho humor. Las actuaciones de Matilde Campilongo, Aldana Illán y Liliana Weimer como esas tres hermanas/madres son excelentes, así como las de sus hijos encarnados por los muy sólidos Yanina Gruden, Sergio Mayorquín y Juan Tupac Soler, sumidos en sus alergias, paranoias, cambios repentinos de humor y profunda soledad.
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Desde lo visual, la escenografía Rodrigo González Garillo sorprende con un montaje y desmontaje a la vista de los espectadores que, a diferencia de lo que se ve habitualmente, es llevado a cabo por los técnicos y no por los actores. Junto con la luz de Matías Sendón, invitan a un viaje a ese tiempo detenido en una casona que es la misma desde hace décadas, ese regreso a los olores y colores de la infancia. Completa la estética el vestuario diseñado por Paola Delgado.
La obra se construye a través de capas y profundiza en los vínculos maternales, fraternales y también entre primos y tías. Un entramado de “vínculos vinculares” como lo llama el aspirante a escritor, quien para su madre hace crucigramas. Y no es una obviedad porque los vínculos bien pueden no ser vinculares, acaso disfuncionales como esta familia, como todas las familias.
Se presenta en la bella sala Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes de jueves a domingos a las 21.