lunes, 28 abril, 2025
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Cuando el sentido común se vuelve raro (Por J.R.Lezcano)

En el día a día —en el trabajo, en la calle o en cualquier espacio donde nos encontramos con otras personas— muchas veces tengo la sensación de que algo se ha perdido: el sentido común. No porque la gente no piense, sino porque parece que actuamos sin tener en cuenta lo más básico para convivir: el respeto, el cuidado mutuo, la responsabilidad. Es como si lo que antes era evidente hoy estuviera en duda o, peor aún, ya no importara.

Esto me lleva a pensar en una palabra que quizás no usamos tanto, pero que explica mucho: anomia. Es cuando las normas y los valores que organizan la vida en sociedad empiezan a aflojarse o a perder sentido. Cuando eso pasa, cada uno hace lo que puede, o lo que quiere, sin medir cómo afectan esos excesos a los demás —y a uno mismo—. En ese contexto, el sentido común, esa brújula que nos orienta en lo cotidiano, se desdibuja.

El sentido común no es algo complicado ni reservado a quienes estudiaron mucho. Es eso que aprendemos en casa, en el barrio, en el trabajo. Es saber que no cuesta nada ceder el paso, tirar la basura donde corresponde, ayudar al que necesita, hablar con respeto aunque pensemos distinto. Son cosas simples, que vienen del corazón y de la experiencia compartida. Y cuando faltan, lo sentimos.

Muchas veces, nuestra ideología política, el apuro, el estrés, la desconfianza o el cansancio hacen que actuemos sin pensar demasiado. Otras veces, sentimos que todo está tan mal que ya da lo mismo cómo nos comportamos. Ahí aparece esa anomia aparente: no porque no existan reglas, sino porque pareciera que ya nadie las toma en serio. Y esto se agrava cuando las instituciones —como las autoridades de un gobierno, la escuela, la familia, los medios tradicionales o incluso las redes sociales— dejan de cumplir su rol de contención y guía.

Las consecuencias están a la vista: se rompe la confianza entre las personas, crece la violencia, la frustración, el miedo. Se pierde la idea de comunidad y cada quien se encierra en lo suyo. Ejemplos sobran: desde las agresiones de dirigentes políticos y comunicadores de medios concentrados contra nuestro Santo Padre, el Papa Francisco —recientemente fallecido—, hasta las muertes evitables por accidentes de tránsito que ocurren con frecuencia en nuestra ciudad. También está la desobediencia civil alentada por referentes políticos opositores a nuestro gobierno durante la pandemia, o el incumplimiento sistemático de acuerdos por parte de sectores como el de la salud o los empresarios del rubro alimenticio, que firmaron compromisos con las autoridades y luego los desconocieron. A eso se suman los lamentables hechos en la Ruta 28 y los recientes conflictos en el barrio Namqom. Todo eso —y mucho más— podría haberse evitado si el sentido común, ese que pone la vida y el cuidado por delante, fuera realmente valorado y tomado en serio.

Un profesor del profesorado, Fredy Enrique Trinidad, decía que el sentido común se puede recuperar. No se compra ni se impone por decreto: se construye todos los días, con pequeños gestos, con el ejemplo. Basta con frenar un segundo antes de actuar, mirar al otro como un igual y pensar en el bien común. Tal vez no podamos cambiar el mundo de un día para el otro, pero sí podemos empezar por lo que hacemos cada uno, cada una, cada día.

J.R Lezcano
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